miércoles, 28 de febrero de 2007

Desconfianza

Me siento solo. Y no parece existir nadie que se dé cuenta aparte de mi familia. No me fío de los demás. Como un día le expliqué a la psicóloga, esa desconfianza tiene una razón de ser cultivada desde hace un montón de años. Desde que era muy pequeño he sentido la hostilidad del mundo contra mí. Ya en la guardería era el regordete, característica que hacía que los demás se creyesen con derecho a meterse conmigo y reirse sin piedad. En el colegio fue más de lo mismo: yo era el “bola de sebo” a quien las risas y burlas ajenas hacían en mi el efecto de cuando alguien acerca su dedo a los cuernos del caracol y éste se mete en su concha para sentirse momentáneamente seguro. No sólo eso: los demás identificaron rápidamente en mí a una persona de quien burlarse sin descanso y a quien ir empujando hacia atrás lentamente y durante años. Podría seguir explicando el origen de mi desconfianza casi patológica hacia los demás, pero no quiero no dar más pena que sumar a la que siento por mi mismo. Sólo sé que cada día me acuesto deseando que, al día siguiente, el mundo me dé algún motivo para creer en la bondad ajena. Pero siempre pasa lo mismo: que el día me sabe amargo nada más despertar. Y no es justo. Sólo quiero respuestas a los e-mail que envío, o alguna llamada inesperada de alguien de quien guardo un buen recuerdo: no hablo de novios (no he tenido ninguno a mis 26 años) sino de mis amig@s de Barcelona, con quien me sentía a gusto y que me hacían olvidar siquiera momentáneamente la amargura de la soledad. Pero ni siquiera eso tengo.

jueves, 15 de febrero de 2007

Inercia y deseos

Esta tarde he ido al gimnasio. Con mi hermana. Más por inercia y por no pasar todo el día entre cuatro paredes que por otra cosa. Mientras iba sentado en el coche, me invadía una sensación próxima a la nausea, la que se nota cuando tienes ganas de llorar en ese preciso momento pero el pudor te lo impide. Una sensación horrible, lentamente dolorosa, pero no extraña para mi. Hace mucho tiempo que conozco ese malestar que provoca la soledad y el conocimiento cierto de que ésta no desaparecerá en unas horas por arte de magia. No pido tampoco eso. Sólo me gustaría comenzar a ver una lucecita cuando repaso el día en esos momentos de consciencia anteriores al sueño. Pero desgraciadamente no es así.

Incluso unas risas con el novio de mi hermana en el gimnasio me saben amargas. Él tiene casi todo lo que me gusta en un hombre: es tierno, no tiene miedo a mostrar sus emociones, tiene buen humor y, sobre todo, parece buena persona. Si existiese la clonación, me haría una copia del chico con una única modificación: que fuese homosexual. El caso es que todas esas cosas positivas que veo en él me saben mal, porque sé que no tengo a nadie, a pesar de que cada vez lo necesito más. Sufro ese dolor porque las veo lejos, muy lejos, aunque yo intente buscar como salir. Y ya no soporto tanta amargura durante tantas horas de mi vida.

miércoles, 14 de febrero de 2007

Tarde de San Valentín (y otras similares)

Odio estas fechas en las que sales a la calle, ves la tele o escuchas la radio y todo te recuerda que debes ser feliz por obligación. Por eso hace ya muchos años que no me gusta la Navidad, porque desde inicios de noviembre (y cada vez antes) hasta pasado el 6 de enero todo es un cursi sentimiento ficticio de que todos debemos ser buenos y querernos mucho, incluso llamando y deseándole Felices Fiestas a familiares con los que no te hablas en todo el año.

Por esas mismas cosas, tampoco me gusta el día de hoy, San Valentín, porque durante todo el día e incluso antes (el sábado pasado escuchaba en la radio un programa sobre tecnología, y la mayor parte del tiempo estuvo dedicado a proponer regalos que dar por esta fecha, hay que joderse) la tele, la radio, Internet, me recuerdan que muchísima gente tiene a quien regalar algo especial, pero yo no. Y eso duele, porque ya me acuerdo suficientemente todos los días de lo solo que estoy, como para que encima haya un día especial en el que los corazoncitos estén por todas partes, mientras el mío no tiene por quien latir. En fin...¡que pasen pronto las horas!

lunes, 12 de febrero de 2007

Soledad y complicaciones

No sé por qué, pero la vida se me complica a cada semana que pasa, y cada vez me cuesta más afrontarla. Como ya os conté, esta semana me enteré que podría tener un trabajo en una oficina relacionada con donde trabaja mi padre. Y para mí, eso, en vez de ser una buena noticia, es un motivo más para creer que las piedras aumentan en mi camino a cada día que pasa. Para mí, trabajar allí sería estar atado más aún con un hilo virtual y pesado a mi padre.

Y eso es lo último que necesito: no puede ser que, como el trabajo es en el mismo organismo en el que trabaja él, yo –llegado el caso– no pueda tener toda la libertad de quedar allí a la puerta con mi novio, darle un beso simplemente porque me apetece sin preocuparme por si me ven mis jefes y compañeros de “curro”, que conocen a mi padre y podrían irle con los chismes homófonos de turno, metiendo la nariz donde no les llaman, y contándole lo que sólo yo tengo derecho a decidir si se lo cuento o cómo lo cuento (aunque, como he dicho ya alguna otra vez, con él, mi ideal sería la indiferencia mutua: que cada uno pudiésemos llevar nuestra vida sin molestarnos ni herirnos –sobre todo él a mí–).

La semana nueva que hace unos minutos que ha empezado se presenta teóricamente igual que las demás: psicoterapeuta hoy por la mañana, lunes y miércoles quizá yendo por la tarde al gimnasio o quizá no –no suelo tener muchas ganas de ir, a pesar de que no me vendría mal bajar algunos kilitos– y durmiendo mucho deseando que pasen los días rápido para no notar la soledad que me pesa cada vez más y me resulta tan dura.

Pero esta semana tiene una novedad que, tan bajo de ánimo como estoy, no es otra cosa que una complicación: unos maquetadores muy majos que trabajaban conmigo en otra empresa hasta el pasado julio me ofrecerán más carga de trabajo como freelance (durante estas últimas semanas me han mandado algún que otro texto bastante sencillo), cuando en realidad lo único que me apetece de verdad es quedarme en mi casa semiescondido bajo la manta para que el mundo no me agreda ni se siga burlando de mí. Suena duro, pero es así como me siento la mayor parte del tiempo, ¡¡¡uffff!!!

lunes, 5 de febrero de 2007

Un puñetazo en el estómago

Eso es lo que he sentido hoy nada más saber que le habían dicho a mi padre que me daban empleo en un área del organismo en el que el trabaja. Puede parecer contradictorio, pero la noticia no sólo no me produjo alegría, sino que me aceleró el pulso y se me tensaron todos los músculos, especialmente la espalda y, como ya he dicho, el estómago.

Me he duchado para relajarme, pero todavía me duele un poco el corazón. De hecho, no hace muchas semanas, tantas cosas que me preocupan y que son como un denso banco de niebla en mi cabeza, me aceleraron tanto el pulso que me dolía desde el corazón, todo a lo largo del brazo izquierdo, llegando a la muñeca izquierda. Tanto lo notaba que me acerqué con mis padres hasta urgencias. Allí me dijeron que era sólo una crisis de ansiedad, pero para mi era y es más que eso: es el reflejo fisico de la depresión, de la falta total de energía para trabajar poniendo ilusión en ello, cuando lo único que necesito es ocuparme casi exclusivamente de mi mismo.

Y eso es lo que intento hacer yendo a la psicoterapeuta, y siento que, si empiezo a trabajar, el horario –que me dejaron entrever que más de un día sería echarle horas extra aparte de lo convenido– me impedirá o me dificultará bastante el ir a la consulta, cuando lo necesito tanto. Por eso…tengo miedo.

Genes (paternos) malditos

La semana pasada, concretamente el martes, estuve a muy poco de lanzarme a escribir sobre el teclado después de venir del dermatólogo. La razón por la que fui era intentar solucionar la calvicie que se adivina en el claro cada vez más grande que tengo en la coronilla (un día, viendo sin querer mi cabeza a través del monitor de seguridad de una tienda de moda, me la vi y no me gustó nada). Pero el diagnóstico no fue esperanzador: el médico me dijo que, con 27 años, mi calvicie ya está bastante avanzada y que, aunque tomase una pastilla para frenarlo un poco (Propecia creo que se llama la susodicha), más tarde se seguiría cayendo, por lo que, en su opinión, no merecía la pena siquiera empezar el tratamiento. Y que lo único que podía hacer era intentar asumirlo.

Asumirlo: creo que me pasado la vida, hasta ahora, asumiendo cosas: que soy homosexual (OK, no es fácil, pero no tengo problema en considerarme como tal: los problemas los ponen los demás, ante los que yo, frecuentemente, por miedo a que me hieran no me presento tal y como me gustaría), que soy gordo (siempre lo he sido, en mayor o menor medida, aunque una vez que me lo propuse hace años llegué a adelgazar 14 kilos, y no estaba mal) y, entre otras cosas, que me quedaré con no mucho pelo tarde o temprano.

Las dos últimas cosas me llevan a odiar, casi de una manera visceral e inevitable, mis genes paternos. Especialmente en el tema del pelo. No sólo mi padre me provoca dolor inadvertidamente por el miedo que me provoca el que él supiese que soy gay (a lo que aspiro tarde o temprano es a poder vivir sin decírselo, porque sé que desde el momento en que se lo dijese me vería de otra manera, discutiríamos y oiría cosas que me harían daño), sino que (el colmo de los colmos) su genética me provoca haber heredado los kilos de más y, sobre todo, la asquerosa alopecia. En definitiva, unos cuantos motivos más para sufrir y consumir mi energía en balde.

jueves, 1 de febrero de 2007

Dejarse vencer

Ayer por la tarde me dejé vencer otra vez. No tenía ganas de ir al gimnasio. Por eso, cuando mi hermana llegó a casa preguntándome si iba, le dije que no. Me insistió un poco, pero el cuerpo me pedía quedarme en casa, sin salir al mundo exterior, en el que me siento tan débil y agredido tan a menudo. Cuando se fue, dejé caer mi cabeza sobre el sofá, deseando una vez más el consuelo de un hombre como el que presenta el informativo que acababa de empezar, y sentirme seguro entre sus brazos, comprendido, sabiendo que él seguramente habrá sufrido la imposición del silencio, el callar lo que siente, pero sabiendo que nunca más va a volver a ser así. Pero todo esto es sólo un sueño, tan lejano que duele y me hace llorar, a pesar de las pastillas que me mantienen tranquilo la mayor parte del tiempo, deprimido desde hace ya mucho. Cuando escribo estas líneas los ojos me pesan, como recuerdo de las lágrimas de ayer, que de cuando en cuando piden de nuevo salir.