lunes, 5 de febrero de 2007

Genes (paternos) malditos

La semana pasada, concretamente el martes, estuve a muy poco de lanzarme a escribir sobre el teclado después de venir del dermatólogo. La razón por la que fui era intentar solucionar la calvicie que se adivina en el claro cada vez más grande que tengo en la coronilla (un día, viendo sin querer mi cabeza a través del monitor de seguridad de una tienda de moda, me la vi y no me gustó nada). Pero el diagnóstico no fue esperanzador: el médico me dijo que, con 27 años, mi calvicie ya está bastante avanzada y que, aunque tomase una pastilla para frenarlo un poco (Propecia creo que se llama la susodicha), más tarde se seguiría cayendo, por lo que, en su opinión, no merecía la pena siquiera empezar el tratamiento. Y que lo único que podía hacer era intentar asumirlo.

Asumirlo: creo que me pasado la vida, hasta ahora, asumiendo cosas: que soy homosexual (OK, no es fácil, pero no tengo problema en considerarme como tal: los problemas los ponen los demás, ante los que yo, frecuentemente, por miedo a que me hieran no me presento tal y como me gustaría), que soy gordo (siempre lo he sido, en mayor o menor medida, aunque una vez que me lo propuse hace años llegué a adelgazar 14 kilos, y no estaba mal) y, entre otras cosas, que me quedaré con no mucho pelo tarde o temprano.

Las dos últimas cosas me llevan a odiar, casi de una manera visceral e inevitable, mis genes paternos. Especialmente en el tema del pelo. No sólo mi padre me provoca dolor inadvertidamente por el miedo que me provoca el que él supiese que soy gay (a lo que aspiro tarde o temprano es a poder vivir sin decírselo, porque sé que desde el momento en que se lo dijese me vería de otra manera, discutiríamos y oiría cosas que me harían daño), sino que (el colmo de los colmos) su genética me provoca haber heredado los kilos de más y, sobre todo, la asquerosa alopecia. En definitiva, unos cuantos motivos más para sufrir y consumir mi energía en balde.

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